La Novia Equivocada Novela de Day Torres

LA NOVIA EQUIVOCADA By Day Torres CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 2. ¡Estás…DESPEDIDA!

dio una buena revolcada y no en el mejor sentido! —replicó Amelie con fuerza—. Así que si Stephanie estaba tan apurada por su ropa ¿por qué no la fue a buscar ella? Yo estuve todo el día buscando trabajo y ella estaba aquí sin hacer nada. —¡Me estaba preparando para mi video! ¡Tenía que mentalizarme, soy una influencer de renombre! —¡Ay por favor! ¡No te ganas un dólar con eso! Te ven cuatro gatos y es para reírse de las estupideces que dices —gruñó Amelie, frustrada, mientras pasaba junto a ella—. Ponte uno de tus muchos vestidos nuevos y al menos por hoy déjame en paz, porque yo sí conseguí un trabajo de verdad y necesito preparar mis cosas para empezar mañana. Pasó entre su tía y su prima, y Stephanie estaba a punto de hacer un escándalo mayor cuando una mirada torcida de su padre la hizo largarse de allí de inmediato. —¡No entiendo por qué no acabas de echarla de la casa! —ladró Heather molesta, dirigiéndose a su marido—. ¡Es una insolente, no mantiene la boca cerrada ni siquiera porque la tratamos como a una criada! ¡La no se acaba de meter en el papel! Aquiles Wilde negó con los dientes apretados. —Ya sabes por qué no podemos echarla, Heather, si a esa niña se le ocurre contratar un abogado nos deja en la calle. ¿O ya olvidaste de qué vivimos? —replicó el hombre con incomodidad—. Por mucho que nos moleste, es mejor tenerla vigilada. Así que mientras su tía y su prima se retorcían el hígado, Amelie se iba a su cuartito feo en el área de empleados domésticos y se echaba sobre la cama. Jamás había tenido una de las habitaciones principales, desde que su madre había muerto y sus tíos la habían recogido, siempre la habían tratado como a una sirvienta más de la casa, pero Amelie se consolaba pensando que era mejor que estar en un orfanato. La noche llegó y ni siquiera tenía ánimo para comer, pero Camilla, otra de las chicas del servicio que era muy amable con ella, le llevó un sándwich y una lata de soda. Amelie se levantó como pudo obviando el dolor, y preparó sus cosas para el día siguiente. Sacó la hoja que le había dado la señora de recursos humanos y repasó la lista: * Camisa blanca. (Tenía) * Falda ejecutiva a la rodilla. (Usada y una talla menos, pero tenía) * Zapatos cerrados de tacón medio a alto. Miró en su escasa zapatera, solo tenía unos que Stephanie había tirado porque estaban fuera de temporada, y Amelie los había recogido porque estaban prácticamente nuevos y ella no tenía ese tipo de calzado. Solo había un problema: eran rojos. —Bueno aquí no dice de qué color tienen que ser —dijo con un suspiro antes de arreglar todo para el día siguiente. Esa noche Amelie durmió mal por los golpes, pero se levantó temprano y se arregló bien. Tomó el autobús hasta el edificio del grupo KHC y llegó antes que la mayoría del personal. Se ocupó de repartir rápidamente toda la documentación ligera que había en su carrito de correo, luego todos los paquetes pequeños, luego todos los medianos… y luego se dio cuenta de que hacer aquello en tacones de once centímetros era una tortura. El edificio de Kings Holding Corporation tenía quince pisos de mil metros cuadrados cada uno, y eso era demasiado para recorrerlo en zapatos altos. Para las nueve de la mañana ya no sentía las piernas, todo le dolía y estaba de un humor de perros, y encima tuvo que correr con media carga de paquetes pesados hacia el ascensor. —¡Detenga la puerta, detenga la puerta, detenga la puerta! —gritó de carrerilla mientras entraba y estaba a punto de pegarse contra el otro lado, pero alguien la frenó justo a tiempo. La frenó con su cuerpo y todos los paquetes se le cayeron sobre aquel hombre. —¡Lo siento! ¡Lo siento! —exclamó Amelie mientras le quitaba los paquetes y le sacudía el traje con vehemencia, antes de alzar la mirada hacia el hombre que tenía enfrente. Llevaba puesta una camisa de seda blanca de cuello alto, traje sastre de diseñador y zapatos negros de piel. Pero todo eso fue en lo que menos se fijó Amelie, porque aquel hombre era tan apuesto que tuvo que pasar saliva sonoramente y casi se le salió un suspiro. —¡Ya, ya! Estoy bien… —dijo él mirándola fijamente y tomando una de sus manos para apartarla, pero en cuanto la rozó, sintió como si una extraña corriente eléctrica lo recorriera y no llegó a soltarla. Sus ojos eran fríos e insistentes y durante un largo segundo Amelie se preguntó y él se sentiría exactamente como ella, petrificada por fuera y con el corazón desbocado. La muchacha estaba a punto de empezar a temblar sin saber por qué, cuando él finalmente la soltó, carraspeando—. Estoy bien. ¿Tú? Amelie se desperezó enseguida y empezó a apilar los paquetes en el suelo

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