La sala estaba sumida en una oscuridad profunda, sin ninguna luz encendida.

Farel, siguiendo el camino conocido, llegó al dormitorio. En el suelo, junto a la mesita de noche, había un vaso de vidrio hecho añicos y en la cama grande había un bulto pequeño, tan encogido que apenas se veía.

Se acercó y retiró la cobija, descubriendo el rostro encendido de una mujer; tenía los ojos fuertemente cerrados y parecía estar con mucho dolor.

Enseguida se dio cuenta de que algo andaba mal.

—¿Tienes fiebre?— preguntó Farel, frunciendo el ceño, mientras posaba el dorso de su mano en su frente.

El calor le hizo temblar las puntas de los dedos.

¡La temperatura era demasiado alta!

Miró a su alrededor y, al no encontrar un termómetro, fue por un botiquín de primeros auxilios y sacó una pistola de temperatura que pitó al contacto con su frente.

39.9 grados.

Estaba ardiendo en fiebre.

Con el ceño aún más fruncido, Farel guardó la pistola y se dirigió al baño.

No había parches para la fiebre, así que mojó una toalla en agua y la colocó en su frente para bajar la temperatura físicamente.

Luego trajo un vaso de agua y sacó una pastilla del botiquín, intentando colocarla entre sus labios.

Apenas el sabor amargo tocó sus labios, Evrie frunció el ceño y lo escupió.

—Traga la medicina, es para la fiebre— le ordenó Farel con firmeza.

Evrie mantenía los labios sellados, rehusándose a abrirlos.

—Mi mamá siempre decía que tomar medicina era un capricho—.

Farel se quedó sin palabras por un momento.

a tu mamá

respondió, su rostro se ponía

la pastilla,

pastilla en su propia boca, bebió un poco de agua y, sujetándole

boca seca, sintió el agua fría en sus labios e,

la pastilla se deslizaron en su boca y, antes de que pudiera reaccionar, sus labios fueron sellados por los del hombre, el sabor amargo se mezcló con

la pastilla a

había tomado la medicina,

sobre su rostro; ella tenía la cara ardiendo, los ojos cerrados, los labios entreabiertos y húmedos,

su nuez de Adán

fiebre,

efecto, y Evrie, ya confundida por la fiebre, se quejaba sin cesar, sus

voz sonaba áspera

cambiarle la toalla, pero de pronto

mi cabeza se

se detuvo, y mirándola, preguntó: —¿Quieres que me

—Mmm…—

dejó escapar un débil

sonrisa amarga y preguntó en voz baja: —¿Sabes

un susurro apenas audible —Eres… Dr.

pausa de dos segundos antes

que ya no me

seguía aferrada a su

para escuchar mejor, acercó

tarjeta bancaria… la contraseña de la billetera electrónica… el saldo

Eran pocos números, dispersos.

sabía

de que su pequeño ahorro llegara a manos de su padre, confiando en que Farel, siendo tan rico, no se interesaría en el poco dinero

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